Alguna de mi ropa favorita ya no me queda. Aparentemente mis muslos me han declarado la guerra; silenciosos y rebeldes, creo que decidieron ensancharse un poquito más cada día, reforzando en mi cuerpo 'petite' la apariencia graciosa de una pera bebé, de esas extremadamente dulces que venden en el mercado. Y mis pantorillas, esas sí que no dan tregua: se mantienen tan delgadas como cuando tenía 12 años; al igual que todo lo que conforma mi tronco.
Pero a pesar de esa figurita desproporcionada que manejo, adoro mis shorts dominicales. Los vestidos también me gustan, pero asumiré que después del episodio en el que supe que ya no soy small sino medium, la mayoría de los que cuelgan en mi armario pasarán a mejor vida con mi hermana menor. Lo mismo aplica para mis jeans, de los que siempre desbordan unos rollitos en la parte trasera de la cadera. Estoy tan acostumbrada a ellos que ya creo que es hora de ponerles un nombre.

Hay tantas oportunidades de buscarme defectos, como cuando todos los días veo mis huesudas y pequeñas manos en las que no luzco ni un anillo porque no comercializan de mi talla. O cuando recuerdo mi cicatriz en la rodilla izquierda por esa decisión no tan sabia de apoyarme en un lavadero cuando tenía ocho años. O mis pies, tan feos que procuro usar flats hasta en la playa.

Pero esa para mí no es una forma aceptable de vivir. Mi felicidad está en disfrutarme. Cada peca de mi rostro, cada centímetro de mis pestañas, cejas y cabello, incluso mis acentuadas ojeras y el piercing rezagado en el ombligo que se negó a cerrarse. Lo que hay, lo que falta y lo que sobra. Absolutamente todo cuenta en la lista de los ítems por agradecer en las mañanas. Porque prefiero eso a medir las calorías de cada comida, soportar cirugías o estar pendiente de lo que dice mi "personal trainer" de mis medidas. Yo soy yo en cualquier tamaño y peso. Por eso creo que quizá si más peritas bebés aprendieran a amarse, habría menos redes sociales llenas de dietas, detalles de rutinas de ejercicios y logros crossfiteros. Pero sobre todo, morirían los absurdos lamentos de gente que mientras come, llora por el carbohidrato que hoy no le tocaba.

Moraleja del día: disfrutar más y quejarse menos del cuerpo porque es un disfraz temporal para el alma. Nadie es los kilómetros que corre, sino la calidad de huella que deja en ellos.

¿Cuántas veces en la calle no vimos a un par de enamorados melosos y afirmamos con toda certeza que lo más seguro es que tendrían recién un par de meses saliendo?

Nuestro prejuicio de que sólo un amor novato puede ser así de espontáneo nos sesga tanto que sin saberlo conscientemente, terminamos siendo 'grinchs'. Esto por supuesto se hace presente con el tiempo y viene auspiciado por los característicos cumpleaños, bautizos y demás celebraciones familiares que cada fin de semana ocupan la agenda sin dejar espacio a la aventura.

Con ese antecedente, me planteo la hipótesis: ¿De compromiso en compromiso se llega a la rutina?
La forma más sencilla de buscar evidencia sería allá afuera, en la calle, donde pasean los amigos, novios, amantes, esposos, unidos, viudos o separados. Pero nuevamente caeríamos en el prejuicio anteriormente descrito. ¿Cómo resolverlo?

A mi lado descubro la respuesta. El hombre que escogí como compañero de vida habla con mis tíos. Sonriente, con sus zapatos y cinturón nuevos, comenta sobre aquello que respira noche y día: fútbol. Entonces el día termina bien a pesar de todo. Y entiendo que más allá de lo tediosos y aburridos que pueden ser los compromisos, está lo que construyes en cada uno de ellos... Con él... Que disfruta vivirlos contigo :)

Es tarde

La parsimonia de tus pasos y la lentitud de tus palabras se redujeron a la inmutabilidad de unos ojos cerrados que no hacen más que emanar nostalgia de los momentos no compartidos. No porque así precisamente se quiera, sino porque la rutina nos hace priorizar otras cosas en la vida. Y entonces nos equivocamos. Trasladamos asuntos pendientes ajenos, a almas que ni conocemos. Hoy ese paradigma instalado en mi cerebro cobra su factura al mostrarme tu rostro inmóvil y carente de la poca vida que te quedaba de tanto trabajo empeñado a cambio de estabilidad. Me pregunto si además de sacrificarte por eso, ¿acaso perseguiste alguna vez la felicidad? Son muchas las historias que cuentan de ti, pero sobre aquello nada. Por ahora sólo sé que si no tuviste un sueño para luchar, yo conservaré algo de ti en el mío: ser maestra. Así cuando se me gaste la voz al final del día, pueda recordar las veces que te vi saliendo de clases, con guayabera blanca, mucha hambre, pero sonriente por la satisfacción del deber cumplido. Así como hace quizá 20 años cuando invertías noches enteras sentado en ese viejo escritorio en el pisito de madera. Desde entonces, poco o nada te conozco. Ni en fotos te tengo. ¿Qué pasó, abuelo? La mayor de tus nietas te reclama. Pero es tarde. Tú ya casi te has ido. Y yo calmo mi impotencia con las mejores compañeras de mi vida. Las que siempre me acompañan. Mis palabras.

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